Solo un fragmento de Los ríos profundos, del encantador peruano José María Arguedas.
Con la intención de incitar a su deleite.
Yo esperé el amanecer, sin moverme. Hubo un instante en que me sacudí, porque creí que me había "pasado" de tanto contener mi cuerpo. No me fiaba de los gallos. Cantan toda la noche; se equivocan; si alguno, por alterado, o por enfermo, canta, le siguen muchos, arrastrados por el primer llamado. Esperé a las aves; a los juskucha pesk'os, que habitan en el tejado. Uno vivía dentro del dormitorio, en el techo sin cielo raso. Salía a la madrugada; brincaba de tijera a tijera,, sacudiendo las pequeñas alas, casi como las de un picaflor, y volaba por la ventana que dejaban abierta para que entrara el aire.
El ruiseñor se levantó al fin. Bajó a un tirante de madera y saltó de allí muchas veces, dándose vueltas completas. Es del color de la ardilla e inquieto como ella. Nunca lo vi detenerse a contemplar el campo o el cielo. Salta, abre y cierra las alas, juega. Se recreó un rato en la madera, donde caía la luz de la ventana. Le dio alegría a mi corazón casi detenido: le transmitió su vivacidad incesante; pude verle sus ojos, buscándolos. ¡Ni un río, ningún diamante, ni la más noble estrella brilla como aquella madrugada los ojos de ese ruiseñor andino! Se fue , escapó por la ventana. La claridad del amanecer lucía, empezaba sobre las cosas del dormitorio y en mí. Bajé de la cama y pude vestirme, en silencio. Recordando a Caucha, cuando escapó para flajelarse, en la puerta de la capilla, abrí la puerta del dormitorio, empujándola hacia arriba, y no hice ruido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario